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Algunas consideraciones sobre la evolución del arte contemporáneo estadounidense en época de crisis

  • cgartadvisory
  • 26 sept 2013
  • 12 Min. de lectura

Actualizado: 22 jun 2022


Three Flags (1958) de Jasper Johns


La polarización del mundo entre el imperialismo capitalista estadounidense y el imperialismo comunista soviético tras la Segunda Guerra Mundial sumió al mundo en una guerra fría que configuró un sistema geopolítico y económico cuya repercusión marcaría intensamente el panorama cultural mundial hasta nuestros días. Estados Unidos, seguido muy de cerca por sus aliados europeos, vivió una época económicamente muy próspera, que sirvió para equilibrar el bienestar social general de las poblaciones creando la ansiada clase media. De este acontecimiento sin precedentes surgiría el apelativo de La Era Dorada del Capitalismo –o simplemente La Era Dorada– para denominar a los casi treinta años de crecimiento económico sostenido que los países aliados experimentaron hasta la primera mitad de la década de los 70, sin interrupciones de crisis económicas. Dicho éxito fue utilizado por EEUU con la misma intensidad que la amenaza nuclear, como propaganda para divulgar los grandes logros socioeconómicos del liberalismo frente a los soviéticos. Lo que quizás no se sepa tan extensamente es que durante esa etapa EEUU, a través de la CIA, utilizó en secreto el arte contemporáneo de los expresionistas abstractos estadounidenses del momento como arma de destrucción masiva para sigilosamente dominar el panorama cultural global. No obstante, éstos se empezaron a esfumar durante la primera mitad de la década de los 70 con el encadenamiento de una serie de acontecimientos políticos y macroeconómicos, que desarrollarían una nueva etapa de volatilidad absoluta enlazando cuarenta años de burbujas y crisis económicas. Esta chispa que germinó en EEUU marcaría profundamente los comportamientos de la sociedad contemporánea hasta reconfigurarla y cambiar su apelativo de moderna a postmoderna. Durante esta nueva etapa, la esencia del arte contemporáneo cambiaría para siempre y esta vez no sería por culpa de la CIA, sino del intervencionismo corporativo e institucional estadounidense.


El colapso del sistema Bretton Woods en 1971, por el cual el dólar perdió su paridad respecto al oro, así como la crisis del petróleo en 1973-74 crearon un ambiente de absoluta desconfianza en los inversores que dispararon el precio del oro con sus masivas adquisiciones ante la temerosa inflación. Casualmente, en octubre de 1973 en Nueva York, la entonces mayor casa de subastas de EEUU y hoy perteneciente a Sotheby’s, Parke-Bernet, llevaría a cabo la que se considera la primera subasta de arte contemporáneo con cincuenta cuadros de época de la colección Robert Scull, que acabarían vendiéndose por 2,2 millones de dólares –equivalente a 11,5 millones de dólares en 2013–, lo cual era un absoluto éxito. Este acontecimiento cambiaría para siempre la percepción de los inversores sobre el arte contemporáneo, que popularizarían su carácter de commodity en detrimento de su valor cultural. Economistas como Charles Kindleberger e historiadores del arte como David Hopkins y Olav Velthuis coinciden en señalar dicha época como clave en el nacimiento tanto del postmodernismo y del arte contemporáneo como del concepto de inversión en arte, que sigue persistiendo hasta hoy. Desde ese momento en adelante, coleccionistas, corporaciones y bancos percibirían el arte como una forma segura de adquisición de bienes tangibles que catapultó a la industria del arte contemporáneo.


Desde entonces, EEUU ha sufrido numerables crisis económicas: la crisis de los años 70, que mantuvo un oscuro horizonte hasta los años 80; la Savings and Loans crisis de finales de los 80, que coincidiría con la Primera Guerra del Golfo y mantuvo en recesión la sociedad estadounidense buena parte de la primera mitad de los años 90; el estallido de la burbuja de las dotcom en el 2000; y el colapso del sistema financiero e hipotecario del 2008 con la crisis de las sub-prime, que aún perdura hasta hoy y que afectó con especial virulencia a diversos sistemas financieros y economías a nivel mundial. De la misma forma, desde aquella fatídica década de los años 70, numerables países desarrollados y/o en vías de desarrollo han sufrido crisis muy similares a las estadounidenses, tanto en las causas como en las consecuencias, que además afectaron al sistema financiero y económico estadounidense, como la burbuja económica japonesa de los 80 o el estallido de la crisis asiática en el 97.


Burbujas y crisis se han alternado con creciente frecuencia y mordacidad mediante políticas monetarias expansionistas, creando unos flujos de capital mundiales capaces de alterar las economías –para bien o para mal–, dada la libre fluctuación de divisas. Kindleberger, Robert Aliber y Robert Solow las denominaron en su última edición de Manias, Panics and Crashes: A History of Financial Crises (2005) como una era perenne de crisis financieras en la que llevamos desde los años 70.


En EEUU, pese a la dureza de las crisis, la economía real y la financiera tienden a vivir en mundos separados y divergentes, donde los vicios y pecados del sistema de inversión bancaria acaban repercutiendo sobre la economía real, con el aumento de impuestos y con tipos de interés bajos, para que las familias puedan subsistir a partir del crédito que, a la larga, producen fuertes desequilibrios socioeconómicos. Además, la caída de los telones de Acero y Bambú, entre finales de los 80 y los 90, sacó de la sombra un nuevo mercado laboral y consumidor de prácticamente 2,5 mil millones de personas –equivalente a casi la mitad de la población mundial–, que llevaría a una progresiva desindustrialización y deslocalización de las empresas estadounidenses, cuyos resultados prosiguen una constante línea ascendente, tal y como se perciben en los mercados financieros, mientras que la ansiada clase media de La Era Dorada del Capitalismo pierde incesantemente su fuelle.


A pesar de la creciente inestabilidad en EEUU y en el resto del mundo, el arte contemporáneo estadounidense ha seguido al alza desde que en 1973 los inversores se percatasen de su poder económico frente a épocas inflacionistas, demostrando que su carácter está más cerca de la economía financiera y corporativa que de la real.


El historiador del arte Ernst H. Gombrich dijo que “la idea con la que tenemos que familiarizarnos es que lo que nosotros llamamos obras de arte no constituyen el resultado de alguna misteriosa actividad, sino que son objetos realizados por y para seres humanos”. Por lo tanto, el análisis del arte contemporáneo estadounidense y la evolución de su mercado durante los últimos cuarenta años debería ser un gran barómetro para medir los factores que lo moldean y controlan.


El poder cultural absolutamente imperial de EEUU de los 70 sigue persistiendo hasta hoy pese a que la base de su sociedad y economía se encuentra cada vez peor. ¿Qué ha pasado entonces para que el arte contemporáneo estadounidense se siga erigiendo como la máxima representación de la contemporaneidad a pesar de que los objetos realizados por y para seres humanos parecen no poder pertenecer a ellos? Por esto mismo, resulta cuanto menos interesante analizar el postmodernismo estadounidense de los años 80 y dos de sus máximas figuras y estrellas a nivel mundial, Julian Schnabel y Jeff Koons, cuyas trayectorias han sido absolutamente opuestas desde que iniciasen sus carreras en una época tan floreciente para el mercado del arte contemporáneo estadounidense a nivel nacional e internacional.


La década de los 70 en EEUU mostró cómo el arte contemporáneo se utilizó como valor refugio ante la creciente inflación, de la misma forma que se hizo con el oro. No obstante, el precio del oro muestra una evolución periódica y cíclica, mientras que el arte contemporáneo estadounidense lleva en permanente aumento desde entonces, por lo que su evolución se muestra independiente de euforias inversoras esporádicas.


La década de los 80 en EEUU, y especialmente en Nueva York, se caracterizó por ser una especie de salvaje oeste donde los inversores y coleccionistas inundaron el mercado del arte contemporáneo haciendo crecer el precio de las obras y la cotización de los artistas con el amparo de una industria de marchantes de arte sin control que estipulaban los precios según el número de coleccionistas que se encontraban interesados en esa obra en ese momento, tal y como explicó el estudio de Velthuis Talking Prices: Symbolic Meanings of Prices on the Market for Contemporary Art. La aparente coherencia mercantil de dicha filosofía tenía un grave problema y es que se nutría de un exceso de liquidez y de crédito procedente del sistema estadounidense de la época. Dado que el mercado del arte contemporáneo está en su gran mayoría confeccionado por artistas vivos cuya producción se alargará durante muchos años, la sostenibilidad de sus cotizaciones sólo puede mantenerse con un flujo constante de capital a largo plazo, independiente de burbujas y crisis. Por lo tanto, el problema fue que, durante los 80, las cotizaciones de los artistas estaban siendo mantenidas por un inmenso y descontrolado derrame de capital principalmente crediticio, como demostraría la Savings and Loans crisis, que difícilmente podrían subsistir en los mismos niveles tras el estallido de la burbuja. En efecto, entre 1989 y 1990, el mercado del arte contemporáneo estadounidense se desinfló drásticamente dejando muchas víctimas colaterales por el camino tanto en forma de artistas, de galeristas y marchantes como de inversores. Sin embargo, tras aquel histórico desfallecimiento, la industria del arte contemporáneo estadounidense salió aún más reforzada y siguió impasible un crecimiento exponencial que perdura hasta hoy. Curiosamente, lo que ocurrió por aquel entonces fue que los mismos actores que controlaron la industria antes y después de la crisis vieron en ella un efecto purificador necesario para el sector que no quería nutrirse de liquidez crediticia, ni de inversores o coleccionistas cortoplacistas, sino que buscaban una sostenibilidad a largo plazo que garantizase una exitosa carrera de sus artistas y pingües beneficios sin las molestias de tener que lidiar con el problema de controlar la oferta del mercado secundario de sus mismos artistas y así mantener las cotizaciones acordes con las de sus galerías.


La clave del mercado del arte contemporáneo estadounidense, que se gestó tras la crisis de principios de los 90 y cuya esencia pervive hasta nuestros días, está en el propio país en los años 80 cuando el neoliberalismo apostó por la privatización de la cultura y la progresiva eliminación de cualquier subvención pública, mientras que las corporaciones estadounidenses percibieron el poder inconmensurable de la inversión y mecenazgo en arte contemporáneo como sutil y poderosa medida de marketing ante un mercado global cada vez más integrado para los grandes capitales.


Estudios llevados a cabo por los investigadores Richard Bolton y Chin Tao-Wu sobre el intervencionismo privado en el arte contemporáneo junto con disertaciones de historiadores y críticos de arte como Frederic Jameson y Julian Stallabras explican no sólo cómo las corporaciones estadounidenses fueron poco a poco copando una gran proporción del mercado del arte contemporáneo estadounidense, sino cómo sus demandas fueron también modificando los cánones de la estética contemporánea con el fin de que el arte pudiese encajar en sus estrategias de imagen corporativa a largo plazo, llegándose a considerar el arte contemporáneo como un arma colonizadora frente a un mundo en el que se avecinaba el colapso de la Unión Soviética y un liberalismo económico casi absoluto. Aunque existen datos muy dispersos, pero bastante concluyentes al respecto, las evidencias de diferentes investigadores explican la dificultad de obtener mayores referencias debido a la opacidad del mercado del arte y de las propias corporaciones que adquieren arte contemporáneo.


No obstante, pese a que la información mercantil pueda ser limitada, la evolución de la estética y de los conceptos tras la contemporaneidad estadounidense muestra cómo las evidencias anteriores son absolutamente ciertas; de ahí la relevancia, por ejemplo, de las carreras de Julian Schnabel y Jeff Koons. Las trayectorias de ambos artistas nacen a finales de los 70 principios de los 80, en un ambiente extremadamente rico en cuanto formas y conceptos reivindicativos se refiere y muy divergente en cuanto ideales políticos. En general, estaban, por un lado, como describió Umberto Eco, los apocalípticos a la altura de las vanguardias modernas, sedientos de plasmar las voces de las minorías estadounidenses, utilizando principalmente nuevos medios fotomecánicos para reivindicaciones políticas y sociales explícitas. Por otro lado, estaban los integrados que se dejaban llevar por las nuevas corrientes de consumismo masivo, cultura popular e imaginario colectivo, para construir una estética formal fácilmente identificable, al contrario del minimalismo de los años 60 y 70.


En este último grupo encajarían de un modo muy genérico tanto Schnabel como Koons, aunque ambos pertenecerían a su vez a dos vertientes muy diferentes dentro de los integrados. Schnabel era el más conocido de los neo-expresionistas y utilizaría la imagen figurativa así como la pintura como medio revisionista, que el mercado y la audiencia identificaría con un carácter puramente identitario estadounidense asociado a las nuevas corrientes neoliberales de la derecha en EEUU. Por la otra parte, estaba Koons, y otra gran cuna de artistas estadounidenses, que beberían de la filosofía de Andy Warhol y el conceptualismo de Marcel Duchamp, que en la forma estaría muy cerca al imaginario colectivo del consumismo masivo, tanto estadounidense como global, hasta el punto de ser considerado apropiacionista o simulacionista por el alto grado de apropiación o adquisición de objetos e imágenes de la publicidad y del consumo mediante readymade o fotografía. Este mecanismo permitía que la imagen mostrase una cosa bien asimilada por él público, pero que el artista pudiese decir otra muy distinta debido al carácter filosófico implantado cien años antes por Marcel Duchamp. Esto mismo permitió una clara ambigüedad al artista que podía tener tanto simpatías entre las altas esferas de la industria cultural como aceptación por las masas y los coleccionistas dada la fácil asimilación del imaginario de su obra.


Tras la gran debacle del mercado del arte contemporáneo estadounidense a finales de los 80, todos aquellos neo-expresionistas, como Schnabel, que fueron auténticas estrellas populares de la sociedad del momento desaparecieron para nunca más volver al mainstream del mercado contemporáneo, haciendo de ellos prácticamente unos meros productos de moda de la época que se alzaron debido a una gran masa de pequeños inversores y especuladores nutridos por el crédito fácil y que vieron en su cuadros unas representaciones identificables con el neoliberalismo y de la derecha republicana estadounidense, especialmente subyacente en los ambientes de los mercados financieros de Wall Street de aquel momento.


En cuanto a las anteriormente mencionadas vanguardias de los años 80 fueron paulatinamente desapareciendo con la progresiva desmantelación de los fondos públicos del National Endowments of the Arts (NEA) liderados en el congreso por los republicanos, que no estaban dispuestos a promocionar con dinero público reivindicaciones de afroamericanos sobre racismo, de homosexuales sobre SIDA y de feministas sobre desigualdades sociales en el país. Dicho esto, el sector privado coleccionista, principalmente nutrido, por un lado, de pequeños inversores WASP (White, Anglo-Saxon and Protestant) y, por otro, de multinacionales estadounidenses dispuestas a utilizar el arte como campaña publicitaria, tampoco apostó por dicha vertiente que acabaría prácticamente despareciendo. Por el contrario, dicho capital sí vio el potencial de aquellos artistas que se nutrieron de Andy Warhol, dando así cabida a una forma artística de consumo masivo y tendencias populares cuyo carácter formal ambiguo les permitiría estar tanto en la alta como en la baja cultura.


Las corporaciones fueron poco a poco integrando el arte como un arma más de su estrategia publicitaria, hasta el punto de que su gasto no estaba en la cuenta filantrópica de la empresa, sino en las cuentas de publicidad y marketing. Asimismo, dado que los museos estadounidenses también son principalmente empresas de carácter privado, la industria cultural en EEUU institucionalizó un sistema activo y pasivo de promoción de ciertos tipos de objetos artísticos mediante adquisiciones de obras como de patrocinios de exposiciones y fondos de apoyo para la actividad filantrópica de los museos con el fin de explotar al máximo el poder del arte ante un nuevo mundo globalizado. De hecho, tal era la adaptación del arte a los gustos corporativos que, en plena crisis de los años 90, los museos y corporaciones volvieron a apostar por una disciplina olvidada como la instalación para poder sorprender a la audiencia con algo nuevo, grande, espectacular y entretenido que pudiese ser vivido desde dentro compitiendo con los nuevos medios de entretenimiento masivo difundidos desde pantallas. De esta forma, ciertos artistas y museos de arte contemporáneo acabarían convirtiéndose en meras atracciones de parques temáticos cuya finalidad debía tener algún objetivo corporativo “megalomaníaco”. Esto mismo se ve reflejado en la evolución de la producción artística de Jeff Koons, que a partir de los años 90 se concentró especialmente en mega-producciones artísticas monumentales que le servirían para adquirir un estatus en sí de marca corporativa global y cuyos valores se encuentran entre los 10 y los 35 millones de dólares. Dichas obras han servido para atraer a millones de turistas a nivel global a los museos, dando una vuelta de tuerca a la democratización del arte que ya no es un objeto de máxima categoría vanguardista, sino un simple objeto lo suficientemente espectacular como para que sirva a los museos a ganar dinero con las entradas, a las corporaciones a adquirir reputación y asimilación de marca a través del arte, y al artista a alcanzar un estatus de marca o commodity lo suficientemente sólido como para perdurar indistintamente en épocas de euforia económica o crisis mundial.


Dichas averiguaciones recopiladas entre diversos críticos, historiadores, filósofos, marchantes, investigadores y coleccionistas de arte han sido además corroboradas por un detallado análisis de varios índices de la economía real y de los mercados financieros de EEUU para ver cuáles serían las variables que mejor podrían correlacionarse con la evolución de lo que hoy se denomina “el arte contemporáneo blue-chip”, perfectamente encarnado por un artista como Jeff Koons. Finalmente se corroboró lo que la Dra. Clare McAndrew dispuso en su informe de 2012 The International Art in 2011: Observations on the Art Trade Over 25 Years, el cual explica cómo efectivamente no hay una correlación positiva entre los resultados de los índices bursátiles más importantes y la evolución del mercado del arte contemporáneo. Sin embargo, este estudio estableció una cierta correlación entre un índice cuantitativo del Producto Doméstico Real Bruto de EEUU, el Fixed Investment, y la evolución de los precios y facturación de Jeff Koons desde 1990 hasta 2012. Dada la estrecha vinculación de dicho índice cuantitativo con el gasto corporativo estadounidense, el estudio llegó a la conclusión de que en efecto gran parte del mercado del arte contemporáneo y su evolución, así como su estética, está predeterminado por el gasto corporativo e institucional estadounidense, quien utiliza el arte como inversión económica a gran escala y en una dimensión muy superior a la del mero commodity que se descubrió en la década de los 70, cuando el valor de las monedas se empezó a cuestionar, la inflación a aumentar y las crisis a galopar.


El arte sigue siendo un commodity, aunque su valor ya no sólo radica en su carácter intercambiable, sino en su poder de universalidad que han utilizado diversos intereses corporativos e institucionales para su propio beneficio, aumentando así exponencialmente el volumen del mercado del arte contemporáneo y las cotizaciones de ciertos artistas.

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