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Artistas en el duelo mediático: Damien Hirst y Ai Weiwei

  • cgartadvisory
  • 14 mar 2013
  • 4 Min. de lectura

Actualizado: 22 jun 2022


Marcel Duchamp decía “son los que miran quienes hacen los cuadros” para subrayar la importancia del público, quien con su observación y admiración dan trascendencia a la obra. Seguramente, al contrario de lo que él pudo haber imaginado, consiguió trascender, primero, por la provocación que suscitó su obra y, segundo, por la propagación casi vírica de los diversos escándalos mediático-sociales de diversas obras como Desnudo bajando las escaleras nº2 o La Fuente. Por desgracia o por gracia, el fondo por el cual la obra, y por ende el artista, adquiría relevancia era mucho más superficial que el motivo real. Sin embargo, la superficialidad del público propagada masivamente gracias a las nuevas tecnologías consiguió la ansiada universalidad de una obra, pero independientemente del trabajo de investigación intelectual que el artista deseaba mostrar.


Tras haberse topado Duchamp, cuasi accidentalmente, con la exitosa fórmula mágica provocación-propagación, otros artistas como Andy Warhol, Jeff Koons y, ahora, Damien Hirst y Ai Weiwei tomaron consciencia del poder de semejante combinación y la explotaron ilimitadamente aprovechándose de los avances tecnológicos en las telecomunicaciones que han permitido la omnipresencia, e incluso la omnipotencia, de estas figuras en nuestras vidas. Damien Hirst, o el popularmente conocido como “el del tiburón”, es un artista que ha copado el imaginario contemporáneo cotidiano sin que ni siquiera la mayoría identifique ni el nombre del artista, ni el concepto del proceso creativo, ni incluso los retos técnicos de algunas de sus piezas. Su obra y pensamiento artístico es la herencia directa del post-minimalismo abstracto norteamericano, con la singularidad de que su planteamiento no concebía ninguna de las limitaciones formales de los dogmas minimalistas. Por lo tanto, Hirst, como bien se aprecia en su obra, no rehúye de la mimesis, de los objetos mundanos, ni de los cuerpos animales, más bien se apoya en ellos para darle una vuelta de tuerca a ese conceptualismo que permanecía estéticamente estancado evitando así su universalización. Su obra consigue aunar conceptos tan primitivos y antropológicos como la muerte y nuestros miedos hacia ella, con una estética aparentemente banal, quizás como guiño a nuestra sociedad, lo cual crea en el acercamiento al público de la sociedad del espectáculo una sensación de absurdez provocadora artística. Pero, por otra parte, y tras el éxito de la provocación, su obra o nombre se convierte en un brand social pseudo-elitista, imprescindible en la ansiada clase emergente quien, ante la ausencia de referentes, adquiere su obra como si de un status se tratase, sin saber muy bien qué es lo que está comprando, pero sí de quién. En cualquier caso, obras como For the love of God o The physical impossibility of death in the mind of someone living, vistas por la masa como excentricidades colaterales del mundo del arte, en realidad son más que interesantes obras artísticas que van mucho más allá. Muestra directa de esto, y una vez más en sintonía con Marcel Duchamp, son complejos títulos cuasi disociativos que acompañan a estas obras, las cuales, al ser observadas, nos ubican en el contexto de la muerte, tanto en el antes, en el caso del tiburón, como en el de después, en el caso de la calavera.


The physical impossibility of death in the mind of someone living (1991) de Damien Hirst

Por otra parte, Ai Weiwei, el tercer hombre más influyente del mundo del arte en el 2012 según ArtReview, es primordialmente un intelectual políticamente comprometido con la sociedad china y que, como consecuencia, utiliza el arte a modo herramienta subversiva e incontrolable a la censura del todopoderoso partido comunista chino. Quizás su proceso creativo tenga unas pretensiones explícitamente provocadoras que el de Hirst no tiene, pero, al contrario que su colega, su obra final está explícita y formalmente alejada de la provocación, lo cual hace que el trabajo de Ai esté mucho más cercano al concepto y a la intelectualidad, evitando los males que la bravuconería puede producir con formalidades identificables instantáneamente por el público general. No obstante, la relevancia de dicho artista no viene tanto por su trabajo artístico, como por su activismo político omnipresente y contundente a escala global a través de las redes sociales y medios, que le ha llevado a enfrentarse de cara con el sistema hasta casi acabar con él, al igual que muchos otros chinos. Esto mismo podría incluso valerle en el futuro un Nobel de la Paz, premio que no tiene nada que ver con las artes plásticas. Esta presencia, primordialmente política, ha hecho que destacase exponencialmente su obra, casi como un efecto coyuntural de la conectividad informativa masiva e instantánea de este siglo. Pero tanto en el caso de Hirst como en el de Ai Weiwei, la masa, causa por la cual sus obras sobrepasan todos los límites concebibles hasta penetrar en las altas esferas sociales como objetos fetichistas, los reconoce y admira por acontecimientos puntuales que alcanzan máximo share de audiencia en ciertos instantes, no por el trabajo intelectual subyacente a su obra y que, a la vez, es realmente trascendente. Ahí radica el peligro primordial y es que el éxito público de estos dos artistas, cuando analizado en su debida distancia, es cuanto menos efímero puesto que no están basados en los atributos intelectualmente excelsos intrínsecos a sus obras, sino en su difusión exacerbada de “anecdotillas” amarillas. Marcel Proust dijo “el arte de verdad no hace proclamaciones y se completa en el silencio”, lo que me lleva a pensar que, para muchos, y más en el caso de Hirst que el de Ai, la verdad de su obra sólo trascenderá cuando baje el ruido.


Sunflower Seeds (2010) de Ai Weiwei en la Tate Modern de Londres

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